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El atormentado

Después de ver a un hombre, me encuentro con mi amigo Simo.
Se alegra mucho de verme, y yo a él. No lo esperaba.
Está en una especie de carpa o tienda de campaña gigante que ha montado en plena calle, frente a un bar del barrio.
Un hogar improvisado, lleno de polvo. Austero, y que curiosamente, daba más prioridad a un cuenco para que bebiesen los pájaros que a un colchón donde poder dormir.

Al parecer vive allí hace unas semanas…

Contentísimo por la visita, me enseña cada detalle que le ilusiona; como su caja con aparatos antiguos que ha encontrado por ahí y que no entiende quién querría deshacerse de ellos. Sus cerillas, su gorra vieja, sus corbatas pasadas de moda pero llenas de historia…

Me hace reír su entusiasmo,
tanto, que olvido la realidad de dónde estamos.

Nos abrazamos,
o más bien… me abraza
y me tira al suelo con su abrazo.

Desde el suelo, él ríe y yo sigo su risa con nervios… y lo que es un instante se me hace eterno.
Allí tumbados vemos los pies de una señora, algo seca, sentada en el bar. Un bar que está realmente cerca de los límites de la tienda.
Ella se queja del escándalo, y él se ríe.
Se ríe a carcajadas, y comienzo a sentir cómo se intensifica un miedo extraño…
Me siento más desubicada y desamparada que nunca.

Cierro los ojos, y cuando los abro, descubro que estoy en una casa de pasillos oscuros, muy oscuros. Y llena, muy llena de cosas por el medio.
Allí hay un hombre al que parezco conocer…

Pero ¿quién es?
¿es él mismo?

Está acelerado. Empieza a hablarme sobre la ausencia de su mujer.
Su pobre mujer” enfatiza.
“Estaba loca…”
“Era peligrosa…”
“Yo salvé a la niña” “mi niña…”
“Tuve que salvarla”
“Lo hice para salvarla”

Mientras relata, va cambiándose de lugar. Aparece de pronto 4 pasos más atrás, de pronto en el marco de la puerta, de pronto a pocos centímetros de mí…

Y la casa cambia con él.
A ratos, él se mueve y mueve las cosas, y se puede entrever algo de luz tras una cortina blanca castigada por el humo. Una preciosa luz blanca del atardecer de invierno, que me recuerda que es ya tarde y debo irme.

Pero él se mueve rápido. No puedo ni si quiera hablarle. Y ahí, sentada, esperando el momento, en el borde de una cama mal hecha, cada vez más cerca de esa luz, observo sus movimientos, y veo cómo la casa va volviéndose más lúgubre y el clima se hace denso y pesado, y poco a poco yo voy encogiéndome de hombros…

Estamos en una habitación estrecha. Hay una cama al fondo, bajo esa ventana (bendita ventana) donde me refugio, en el punto más lejano a la puerta, y quizá por eso yo no me atrevo a levantarme.

Él está de pie, aparece y desaparece. Se escuchan ruidos agolpados cada vez que se va. Y vuelve como si no se hubiese marchado…

Relata cosas horribles sobre su mujer muerta.
Dice que ella hacía daño. Que era mala, era mala, era mala. Pero la quería. La quería. La quería. Y vuelve al principio de la historia, recordando momentos bellos, música sonando y olor a postre recién hecho, que todo el tiempo desemboca en culpa y en odio.
Y se castiga.
Se pega bofetadas con la mano muy abierta, y se da golpes en la cabeza contra la pared, que para su suerte, es de papel y es blanda.

Está nervioso.
Más bien parece que es un manojo de nervios.
Mueve su pie descargando tensión, y parece ser que la tensión aún así no termina.
Es un hombre atormentado.
Delgado, alto y algo arguellado.
Sus ojos son oscuros y sus pupilas se han dilatado tanto que se han perdido de la luz.
Está cómodo en la oscuridad que a mí me empieza a ser insoportable, y lo que para mí es una ataúd para él es un baúl.

Al principio quería saber qué le pasaba y si yo podía ayudarle, pero ahora me siento incapaz. Me ahogo en la densidad del trauma que habita esa casa, y pienso en encontrar la salida sin que se dé cuenta de que quiero irme.

Me levanto despacio, y mi movimiento lo alerta. Frena su discurso en seco, y me inyecta su mirada dudosa, como preguntándome, en el silencio cortante que suele preceder a un gran impacto, si acaso voy a irme.

Algo en su interior le ha hecho clic. Ha cambiado esa mirada por una mirada condescendiente, llena de desprecio, a la que finge no importarle si me voy.
Y mira sus cosas, y toca un mechero, y una jabonera en un lavabo, y cualquier cosa que le impida seguir mirándome.

Y ahora habla todavía más rápido.
Entre el discurso que repite una y otra vez, me ha dado pistas algo alborotadas, para que llegue a un hueco entre la pared y el armario.
Me acerco con cuidado y con mucho miedo de encontrar allí algo que no olvidaré nunca.

Y allí estaba ella…

La niña.
Completamente aterrada.

Al verme sus ojos decían: me he salvado,
y a la vez: no me hagas daño.

Le ofrecí mi mano, y temblorosa la cogió,
y al tocarnos lo sentí todo en mi cuerpo, y conocí su historia.

Vi como se escondía mientras su padre se disfrazaba de mujer y la llamaba por toda la casa, con tono femenino: “¿dónde estás, cariño?” “ven con mamá”, “mamá te quiere”…

Vi cómo se sentaba, inmóvil, en su cama, cerca de la ventana, y su padre, sin disfraces, escribía con sangre en el espejo: “volverá” “volverá, volverá, volverá…
hasta llenar el espejo de sangre y de anhelos,
rompía en llanto, y después reía. Con una risa que busca reconocerse.

Vi que ella lo vio todo.
No pudo cerrar los ojos.
Tenía más miedo de lo que no podría ver si los cerraba.

Y vi a su madre…
Parece que el recuerdo es de hace tiempo.
Vestía con un abrigo morado hippesco, con pelo pomposo en las muñecas y en el cuello,
que se mezclaba con su pelo rubio casi blanco, e impedían ver del todo su rostro de duras y antiguas facciones.
Llevaba unas botas altas, desgastadas, y una cara de culpa y a la vez alivio al subir al taxi con su maleta y mirar una última vez hacia atrás.

Le cogí la mano muy fuerte a la niña, y nos envolvió un aura, una capa protectora llena de luz, que nos permitió salir por la puerta y dejarlo todo atrás.

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enero 11, 2025

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