Los pozos del amor
Escarbamos la superficie y pretendemos encontrar el agua profunda del pozo.
Así amamos, a veces… mirando nuestra propia imagen devolviéndonos una y otra vez el mismo reflejo en distintos rostros, en distintos planos.
Buscando espejos que nos hablen de nosotros mismos, con tal de no mirar al amor a la cara,
y ver la Verdad en sus rasgos, en su movimiento y en su distancia siempre cercana.
Llamando amor al cariño, atrapados en sus remolinos, en sus idas y venidas, que a veces, nos inundan,
y a veces nos atan a recibir el agua a trompicones y a tener miedo de no estar algún día abastecidos.
Creyendo en el engaño de que llamándolo amor, terminará siéndolo.
Como si el río fuese ya océano sólo por desearlo.
Como si el océano pudiese reducir su inmensidad ante nuestros ojos.
Pareciera que mejor el engaño que el miedo a encontrarnos con lo desconocido… como si lo desconocido fuese un lugar inhóspito, solitario y denso que nos llevará a perder todo lo que creemos conocer de nosotros mismos. Como si lo desconocido fuese un pozo subterráneo que lejos de darnos agua nos hará daño, nos quitará fuerzas y nos impedirá seguir buscando.
Nada pierde más que el miedo. Te pierdes la vida.
La vives como si crecer no fuese ir soltando todo aquello que ya no somos para abrirnos a lo que todavía está por descubrir, en un eterna revelación de la propia vida y la conciencia que nos une en lo más hondo, y nos hace a todos seres vulnerables; amantes añejos renovados del mundo, que pierden y olvidan, encuentran y se sorprenden.
Así amamos, a veces, desde la cobardía de protegernos, por si el amor, al transformarnos, nos hiere.
Como si vivir no fuese abrazar al dolor de mutar constantemente de forma,
y ser, también, agua.
Como si hubiese otra forma de amarse que no sea transformándose mutuamente y entenderse parte de lo mismo. Hablar el mismo idioma que es universal y habla más en los silencios y en lo no dicho.
Así amamos, a veces, esperando lo que no llega, como quien espera sentado a que el agua del pozo suba. A la desesperada, como quien cavando pierde su salud y su vida para encontrarla, sin creer realmente que la encontrará.
Buscando, no a otro ser, si no a un modelo de amor que llene, calme la sed y limpie las impurezas.
Así amamos a veces… desde el egoísmo y la carencia
Sin preguntarnos cuáles son nuestros vacíos, ni entender que los modelos son inertes carentes de espíritu y naturaleza humana, donde ningún humano jamás cabría.
Y así amamos, a veces… desde el ideal y la exigencia,
esperando que los actos y las palabras sean siempre coherentes, y que no traigan consigo dudas ni miedo. Como si en el miedo no habitasen los grandes retos, ni en las dudas las grandes preguntas.
Como si en el fondo no supiésemos ya que el diálogo más fuerte no se da entre tú y yo, si no entre tu alma y la mía. Que el encuentro no va de cubrir necesidades si no de cruzar destinos.
Que nuestras bocas son la forma que el amor adopta para abrirse paso y camino con sonidos dotados de la fuerza del que no controla su mensaje, porque su mensaje es más grande que sí mismo.
Del que sabe que para amar hay que atreverse, liberarse y entregarse sin miedo a perder.
Quien ama, nunca pierde.
Quien ama se transforma también en amor. En el manantial eterno que es el amor, que no se agota ni muere nunca.
Que mana en la alegría y en la pena, en el dolor, en la cicatriz y en la nueva carne. En las mentes libres y en las atrapadas. En la claridad y en el tormento. En la vida y en la nueva vida que empieza tras la muerte.
Quien ama de verdad, ama para siempre